miércoles, 27 de noviembre de 2013
Ese zumbido que luego se va convirtiendo lentamente en una picazón aguda que, aunque presiones los oídos se mantiene persistente. Ese raspón forzoso rasgando las cuerdas vocales para frenar la desesperada mano que te toca y quiere alcanzar tu inconsciente, para jugar con él al mayor perverso acertijo de raíces entrelazadas y atar cada vena de manera tal que corte el caudal de oxigeno que quiere intentar llegar a la meta para escupir alguna idea absurda. Acompañado de un feroz pero cálido calor que sube desde la planta de los pies, succionando desde la tierra madre, que hacen vibrar las rodillas como el primer resonar de una campanada que excita mi cintura para golpear de un cosquilleo los senos hasta impactar una y otra vez, luego de cada bocanada de aire, en una violación del inconsciente, donde dejo de ser el yo para si, para convertirme en el ser en si, donde mi mano toca mi propio cuerpo y realiza esa difracción que alcanza a sentirse como el tacto de un tercero que anhela la superación ante la interna declaración de un grito.