Las narices frías se iban transformando cada vez en un tono más oscuro a medida que las agujas del reloj avanzaban hacia la izquierda. Tenían entre sus manos las sobras de un pedazo de frazada que el tiempo fue desintegrando y los pies conectados directamente con el suelo frio del crudo invierno. Cada mañana renacían en sí mismos, cada día abrían sus ojos con la única preocupación de sobrevivir un instante más en este sistema que los despojaba por las noches de un cálido abrazo.
Testigos del olvido, decadencia y de las sobras que abandona cada ser en una bolsa en la vereda.
Víctimas inocentes de un movimiento colectivo que pide a gritos oro en vez de educación.
Muertos vivos que descienden desde las miserias a la ciudad soñada y la familia perfecta (que no existe y nunca existió), que apoyan la mirada contra el vidrio desteñido, deseando ser el niño en los brazos de aquellos dos.