jueves, 18 de agosto de 2016





Una nena de espaldas observa la copa del árbol.
Una puerta transformada en el recuerdo cálido de la niñez que me invita a jugar.
Me cuelo entre las ramas del pensamiento frágil y borroneadas en los extremos por condiciones básicas del paso del tiempo mentiroso, que recrea fragmentos de verdad.
Resulta extraño ser consciente de que en el preciso momento en que decida cruzar la linea complice de la diferencia entre los espacios, un rayo me partirá el cuerpo en dos y podré separarme, al fin, de la loca de arriba que habita el altillo de mi ser. 
Tengo miedo de que cruce conmigo la sombra incompleta del cuerpo ausente que me desvela por las noches. Yacen temblorosos los pies que pretenden agarrarse firmes al suelo, intentando clavar sus raíces en tierra fértil de anhelos. 
Desde el interior de la casa venida abajo, la loca del altillo me susurra dulcemente al oído nuestra canción favorita. Con la mirada atravieso el vidrio inexistente que recubre el marco de la puerta hasta encontrarme con mis ojos inocentes que saltan desde la copa.
Es mi propia voz la que me nombra desde el otro lado.
Es la loca quien la calla.
Soy yo, inmóvil, sintiendo el rayo que me divide.
Dos caras en dos cuerpos, muertos.
Dos caras en dos medios cuerpos, sin rostro completo.
Dos medias caras, en dos medios cuerpos y una niña que intenta unirlos,
Mientras la loca todavía canta la canción favorita de las tres.


Voces del alma.