viernes, 10 de marzo de 2017

Puentes que salvan

Un cuadrado vacío que separa dos espacios. Dos puertas de salida, o de entrada, o de nada que conecta ambos lados cuyo cruce es obligatorio para todo transeúnte que no sabe hacia donde se dirige. 
Ha sucedido de todo allí. Han muerto tres gatos. Yo los he visto, he asistido al funeral, llevado rosas marchitas y arroz para celebrar.  También los niños han jugado a los dados y predisponían, según los resultados, el destino de tu muerte. Un recién nacido con ropas finas ha chupado la pata de un ciervo en pleno estado de descomposición sobre el cuerpo de una dama sin tetas, que miraba distraída su imagen en el espejo. Una vieja ha estado pegada al techo invertida boca abajo, con un hilo atado del dedo meñique del que colgaba un balde para depositar monedas a modo de peaje.
Con ella la cosa era seria. Había que pagarle obligadamente para no correr el riesgo de que se te caiga encima y descubrir, sin querer realmente saberlo todo, cuales eras las fieras que habitaban la carpa de circo que usaba como pollera.
Solo oíamos voces de animales que no habitan el mundo normal del que nosotros, los idiotas, somos parte. Con la mirada derechita, sacábamos la plata que correspondía (la tarifa cambiaba según la concordancia de los ciclos de la luna con respecto a las fechas de su ciclo menstrual, el cual debía de haber estado estancado hace mas de cien años, ya que el hedor que salía de los dientes que siempre caen encima de uno, es el de un envase de sangre coagulada que no deja correr el mar por encima de ella desde la creación de ese universo).

Uno de esos días que no existen, había abierto la puerta como de costumbre, con total normalidad. Los pies pegados a la pared, la cara contra el piso, el codo saliendo erguido desde mi vulva, y ésta chorreando enfermedad viscosa de impulsos repentinos causados por el hambre de mil hienas que no salían de la cueva por las precipitadas lluvias, amontonadas una encima de la otra, dándose calor mientras se arrancaban, disimuladamente, pedazos de carne húmeda. 
Era tal la escasees de tripas gordas que llenasen la sed de vampiro, que comenzaron a cambiar el odio por miradas furtivas plagadas de deseos que ni ellas entendían. Todas me habitaban, cientos de hembras y un solo macho. El celo aullaba apagado desde sus entrepiernas, aplastado por pelos con sarna que le producían picazón y lo desviaban de la finalidad por la cual había caído justo en esa época del año, en los huecos agrietados de las pseudo perras. Astuto, dio de comer un par de trozos muertos de alma que habían quedado atascados en el túnel negro, hogar de mi sexo, y pasó a ocupar el primer lugar en el centro de los diminutos cerebros de las pobres criaturas que solo buscaban realidad. 
Con la panza llena de ilusiones metafísicas, las hienas se dispusieron a organizar la guerra de las contraposiciones que me desarman como individuo. Todas locas desarmadas se pararon en dos patas, se peinaron la horrible belleza de sus cuerpos que no llegaban a ser ni una cosa ni la otra, miraron el hocico del macho que ya se convirtió en falo, y corrieron desesperadas a untarle sus secretos mas morbosos con sus lenguas secas que lijaban la piel, para luego escarbarla como gusanos y llegar al centro de oro en búsqueda del brillo que enciende la luz. 

La lámpara enchufada a mi oreja chispeó, señal de que una de las perras había logrado introducir su dedo en el ano del macho pasivo, y así arrancarle el falo mientras éste se encontraba adormecido por las ramas que nacían de su dedo y crecían desde adentro. En carrera hasta sus sesos, las hojas se adelantaban y se abrían para abrazarlo y comenzar el proceso de fotosíntesis.
Las damas se pasaban el pene cual trofeo mundano. Se lo untaban entre ellas con sonrisas y creaban vida a partir de su propia saliva,  acumulada en la base y metida, luego, a presión en su interior.  Sus crías ya nacían y cada una de ellas clamaba su lugar. Mi cuerpo crecía mas rápido que la velocidad en la que viaje el sonido por el aire. Me extendía hacia arriba y caía en la cuenta de que no estaba sola. Escuchaba crujir los huesos de la vieja que dormía abrazada a un tampón recién usado del tamaño de su orgullo. Su presencia se hacia evidente al mismo tiempo que la ahogaba con la carpa de tela que trepaba  por su tráquea, buscando la salvación. Mis poros se dilataban, no para parir, sino para volverla a introducir en la concha puta de su  madre.
Mientras caían las monedas sin llegar al fin de del recorrido entre el cielo y el infierno , le susurro a su balde que hace eco y me amplifica:
-Bestia que se esconde en el traje equivocado, es momento de volver al pozo que te ha escupido a una casa sin paredes capaces de mantenerte el vientre tibio...

La primer puerta que dejaba a mis espaldas se cerro mientras me disponía morder el picaporte de la segunda, para así ponerle fin a la salida hacia la nada del cuadrado interesante del mundo de los idiotas. 




(Cruzar los puentes más de una vez. Rasgar la rutina. Puentes que salvan)